Éste año acaba bien. Fue el año de África y de Nueva York. El de la última mudanza. El de la no-publicación, sí, pero el de la vuelta a la Academia. Hubo enfermedad, hubo crisis, hubo tensión laboral. Dos kilos menos y seis cigarrillos más al día pero al final del 365 paso estoy contenta. 11.475 visitas desde marzo. Con mi polaroid y mi cabeza de perro, mis libros y mi escuela de pintura. Los trabajos del año, los pequeños éxitos y fracasos cotidianos. Este año tampoco me saqué el carnet, pero qué importa. He amado. He abierto mi casa a gente nueva, y a viejos enemigos. He dicho adiós y he recibido de vuelta a aquellos que buscaron lejos durante un tiempo. Murieron Wallace y Newman. He estrenado zapatos. He visto. He conocido.
He vivido.
Y aún lo quiero.
31 de diciembre de 2008
Feliz entrada de año.
14 de diciembre de 2008
Trasmental, querido Watson
Ya hace ya que no leo ensayo, pero os recomiendo este libro, importante para la teoría literaria y crítica de la cultura del siglo XXI. En él Watson plantea un espacio de confrontación, descentrada y polémica, de más o menos (hum) todo. Un megazapping donde se pueda apuntar a cualquier obra desde cualquier punto de mira, saltando de una doctrina a otra. Digamos que Watson propone que no se busque una Verdad única, sino que se enfrenten y entremezclen todos los sistemas entre sí. Un espacio de confrontación interpretativa altamente valioso, no sólo por la heterodoxia de la propuesta (cómo jugar un solo juego con las reglas de todos), sino porque a lo largo de su explicación nos ayuda a comprender los intrincados derroteros de dicho panorama teórico y crítico a través de la Historia. Entender la Filosofía, por ejemplo, no como cajitas ordenadas cronológicamente, sino como un tanque de fichas de Lego, es estimulante, pero también un reajuste muy duro para el perfil de un investigador, que ya no se casaría con una escuela de interpretación (la actual hiperespecialización), sino que usaría su conocimiento de todas ellas aplicado en conjunto, como proponía La Escuela de Frankfurt. Jugar a una gymkhana, no sólo al fútbol que acaba en gol. Watson nos cuenta que cualquier discurso es susceptible de ser discutido y criticado translingüísticamente, cristalizando en algo nuevo, y no sólo desde el punto de vista de la investigación académica, sino como forma de estar en el mundo del individuo y como clave de la comunicación intelectual y la compresión dialógica de los otros. Y ojo, miren quién traduce y entonen un “Oh, capitán, mi capitán”: Javier García Rodríguez. Ay, quién no estuviera en esa Facultad de Filosofía y Letras para montar unas sesiones de zapeo mental a lo Watson, surfeando desde Pignoise hasta Foster Wallace.
13 de diciembre de 2008
Jorge Riechmann vs Superwoo
Me chiva mi amigo Javier Moreno que aparezco en una conversación dentro de un poema de Riechmann, esta vez con mi disfraz de Superwoo. No tengo el libro, pero consigo recordar algo al respecto y rescato ese poema, que es supongo al que se refiere Moreno, de un viejo blog de moda en 2005. Para los interesados, se trata de la colección de poemas Rengo Wrongo (ed. DVD, 2008).
¿Quién es Wrongo?
Wrongo hizo la mili
con el soldado Schweik
aprendió a montar en bicicleta
con Alfred Jarry
y fue iniciado
en el más salvaje erotismo
por Emily Dickinson
Con tal colección de antecedentes
no debería sorprender
que sus capacidades de adaptación social
dejen que desear
Ha llegado el momento
--estimaron Fiodor Dostoievski y Gabriel Celaya--
de tirarles una botella a la cabeza
Pero en vez de eso
cogieron la botella
y se sirvieron una copa*
dispuestos a urdir una alegría provisional
Wrongo no anhelaba
sino que le dejasen sentarse
a aquella mesa jovial y grasienta
Wrongo no desdeñaba ligar
con Baudrillard.
Solían compartir alcoholes fuertes.
Ninguno de los dos soportaba al otro,
eran inseparables.
Donde uno no se despegaba de la ginebra
el otro no admitía más culto que el chinchón seco.
Si B razonaba sobre posmodernidad y ketchup
W replicaba con humanismo y buen tinto
dando un rodeo a través del síndrome
del restaurante chino.*
Si uno bromeaba con sus apellidos World Business
el otro replicaba a base de Bicentennial Workers.
Baudrillard y Wrongo estaban convencidos
de que cuestiones indecidibles y malentendidos indescifrables
constituían el fundamento más sólido
para las buenas amistades
Wrongo viajaba en globo por todo el Globo
y al poeta y radiólogo Fernández Mallo
mandaba una postal desde cada aeródromo
con el mismo lema siempre: ¡manda carallo!
Wrongo era de aquellos
incapaz de ser miembro de una cofradía
que lo aceptase como miembro
Consecuentemente
había fundado con sus semejantes una cofradía
para el estudio de la teoría de conjuntos
y para la práctica de las alucinaciones
¿Recuerdan
a aquel famoso cojo de nuestra celebrada Transición,
el Cojo Manteca?
Su rastro se pierde
después de aquellas movidas protestas de estudiantes
en la segunda mitad de los ochenta
Pocos saben que Wrongo estudió con él
taichí
en un monasterio cenetista
y que ambos fueron los responsables
de los inexplicables paranormales exorcismos
que sacudieron el Valle de los Caídos
el último día de 1999
Fue aquella proeza metempsicótica lo que logró evitar in extremis
el fin del mundo por el “efecto 2000”
Wrongo tomaba el vermú
con Superwoo
En el origen del vínculo
de nuevo un malentendido:
ella le dijo que se dedicaba al branding**
y él entendió que le daba al brandy.
Cuando se dieron cuenta del error
ya era tarde para cambiar la música
Así que cada domingo por la mañana
abordaban peliagudas cuestiones teóricas:
¿hay más poiesis paleohelénica en el tabanco de los guardianes de marca
o en las destilerías jerezanas?
¿Se conservan datos de las pruebas de alcoholemia
practicadas a Empédocles?
Si la realidad real ha muerto
¿durante cuánto tiempo le siguen creciendo las uñas y el pelo?
Y al realista ingenuo que llevamos dentro todos
¿bastará con castigarle con las orejas de burro
en el rincón sarnoso de la clase
o será menester considerar soluciones quirúrgicas?
Al cabo de no mucho los superiores de ella –sector privado,
notoriamente tacaños en I+D+i—
cortaron los fondos de su investigación.
La calidad de muchas raciones de calamares
en diversas terrazas
quedó por elucidar
Las chicas posmodernas son complicadas,
cibereros y teletánatos suelen quedar en nada
Wrongo nunca le rechazaba un anís
al músico Genís.
Los dos pedían chinchón seco
en memoria de Pepe Hierro.
Un día de juerga y otro y al tercer día
los derrumbaba una insaciable melancolía.
Qué malos son nuestros poetas cantaban a dúo
(pero los dos sabían
que la poesía
no tiene historia sólo tiene futuro).
Y entonces llegaba
inevitable la pálida madrugada
de las preguntas lerdas:
¿cómo escribimos poemas de izquierdas
sin que se note tanto que son tales
y nos expulsen de los 40 Principales?
¿Cómo se conjuga Brecht
con el buen jerez
de forma que entre líneas se mantenga
suficiente brasa y lumbre para nuestra hoguera?
Y sobre ella acababan inclinados
calentándose las manos
como hermanos deshauciados
Wrongo bailaba bachata
con Ángel Zapata.
A los dos les gustaban los limericks
y los Quaderni della carcere de Antonio Gramsci.
Compartían algunas perversiones políticas
y ciertas (pero menos) desviaciones psicoanalíticas.
Bailando y conspirando transcurría el día:
de la taberna salían por separado
temiendo de sus amigos los halagos
y los aplausos de la policía.
Jorge Riechmann
Capacity, Theo Ellsworth
No leo muchos libros de dibujos, lo que ahora se llama "novela gráfica". Éste lo compré en NY, y era para regalar, pero al final he decidido que lo necesito en mi biblioteca. Se queda. Theo Elsworth recorre los miedos y sueños de la pulsión creativa través de trucos estilísticos: narrativa- matriuska, confusión sobre la identidad del narrador, pasajes subjetivos de conciencia interior en diferentes círculos o grados, capítulos insertos como documentos de la memoria, etc.
Se cogen los datos del ejercicio1 y se presta atención especial a cómo nuestro niño negocia el significado entre/a través/ de los textos e ilustraciones. ¿Cómo funcionan los textos aclarando el significado de las ilustraciones y a la inversa? ¿Cómo logran integrarse ambos, “transmediando”, en un significado único? ¿Hay zonas de fricción o contradicción entre ellos? Uno o dos párrafos.
8 de diciembre de 2008
Conferencia sobre Diseño Corporativo
La Biblia de Neón, John K. Toole y Arcade Fire
Un pequeño pueblo del Sur es el escenario en el que la vida discurre presidida por la biblia de neón y el resentimiento social. El protagonista es un niño pringado en ese paisaje de paro, conviviendo con unos padres disfuncionales, una extravagante tía retirada de los números de bar de carretera y una decadencia angustiosa e imparable que se acelera hacia un final inevitable.
La originalidad y la frescura de la novela no está exenta de ciertas lagunas y simplificaciones en su resolución, pero pasé un buen rato. Un poco de historia de género que va agudizando con su avance, pero brillantes momentos de color, de parpadeante neón. Rica en experimentación paródica y algo carnavalesca, y no excesivamente preocupada por el desarrollo narrativo, recomiendo escucharla al tiempo que el disco homónimo de Arcade Fire, The Neon Bible, aunque la banda especificó en diversas entrevistas que su álbum no tenía nada que ver con la novela.
Muy Springsteen llevado a otras alturas, a la pantalla grande, con la hipocresía religiosa también como temática, entre otros. Grabado en una iglesia de Montreal con órgano, su auténtico sonido reverbera algo gótico, desapasionado. Puro rock fácil aderezado con violines y mandolinas, frío como la última canción del baile y los adolescente que se duerme agotados en brazos de un compañero al que mañana probablemente no saludarán en el comedor.
28 de noviembre de 2008
Salinger vs Dave Eggers
Debí quedarme sentada en un banco de la acera de central Park, donde compré el libro, y poner los medios para que Eggers me narrara tranquilamente.
Salinger es la voz que dice: no estoy aquí.
Y eso necesito.
Algo grande, irreconciliable e imposible de aunar: la montaña y la ballena.
22 de noviembre de 2008
Falling Man, Don Delillo
9 de noviembre de 2008
Presentación de renglón seguido en valladolid
31 de octubre de 2008
Empire Falls, Richard Russo
La noche de mi cumpleaños no podía dormir. Me fui al salón con el paquete de cigarrillos. Buenafuente había acabado. Los anuncios de contactos eran verdaderos cortos de porno. La china de la esquina no había salido esta vez a vender cerveza, toda raza tiene su límite ante la climatología. Cambiando de canal vi a Ed Harris. Era el encargado de un grill en una pequeña ciudad americana. Paul Newman era su padre. No recordaba bien las imágenes, pero sí los personajes, las situaciones. Empire Falls. Mi imaginación había dado un tono tan parecido a las caras y los espacios descritos en el libro de Richard Russo que todo resultaba extrañamente familiar. Aunque una novela sólo puede representar simbólicamente y una película cuenta con toda una interacción de códigos (ejecutorios), eran muy afines. En realidad se trataba de una serie de la HBO que Telemadrid estaba emitiendo, capítulo tras capítulo y sin pausas. Miles, interpretado por Ed Harris, es un personaje inventado como vehículo de una idea, una personificación del hombre ordinario. Atrapado por una población de tamaño medio donde todo es usual y mediocre, como si el río (símbolo del recorrido vital) limitase su carácter. Miles es la edad madura, la prudencia que te impide violar la sobriedad social, el curso corriente de una vida: escuela, instituto, trabajo, matrimonio, hijos, divorcio. Miles, cuyas palabras, apariencia, acciones y expresión facial son significantes de buena voluntad y amabilidad natural, sirve para destacar la situación del conformista (del perdedor social) en la comunidad. Me quedé viendo hasta el capítulo 4, creo, y me acosté con los pulmones llenos de humo y la sensación de que nunca (ni en la América profunda ni en La Mancha más árida) dejaremos de ser castigados por nuestras transgresiones menores, de ser el relleno de un sándwich entre las típicas pasiones vitales y la angustia de la presión social. Así es la vida. Y así nacen, y así decaen, los imperios.
10 de octubre de 2008
¿Fucsia, Rojo o Magenta?
Antonio Agredano
Plurabelle, Córdoba, 2007, 62 p.
Antonio Agredano nació en 1980. Sus poemas han aparecido en la antología Inéditos (Huerga y Fierro Editores, 2002), de Ignacio Elguero, y en Andalucía poesía joven (Plurabelle, 2004) de Guillermo Ruiz Villagordo. Es miembro del grupo musical Deneuve. Nació en Córdoba. Vive en Córdoba. Y según sus propias palabras, es de barrio.
El Incendio Cerise comienza con una voz dramática que se lamenta al recordar “cuando la ciudad tenía límites precisos”. El resto del texto, ordenado por criterios que traspasan la disposición gráfica pero se ven influidos por ésta, parece describir acumulativamente una ausencia a través del paisaje. Sus sucesivas imágenes exploran los elementos del vacío emocional representados por el entorno físico: el atardecer aburrido desde la terraza de una casa de barrio, la herida luminosa más allá.
Tal como apuntaban las citadas antologías, la poesía parece haberse desplazado hacia ámbitos estética y geográficamente alejados del centro. En este principio de siglo en el que no dominan grupos generacionales ni corrientes estéticas, si no más bien tendencias híbridas procedentes de diversos medios, la única tendencia definitoria parece ser lo extrínseco: Las Afueras, la periferia, el barrio.
Así, El Incendio Cerise describe un intervalo de tiempo de aquel que observa desde los interiores, el cuarto, hacia el exterior. La identidad de la persona va definiéndose a través de la propia extinción (en el amor, en el tedio) en la intersección de esos dos espacios mutuamente contaminados “un fantasma de sombra descansa en el espacio/ que separa lo visto de lo habitado”.
A través del monólogo dramático, se barajan paralelas visiones de lo interno/externo: la anatomía humana superpuesta al aletargado movimiento de automóviles, excavadoras y tráfico en las calles. A una serie de objetos que finalmente aparentan inmovilidad debido a la continuidad rutinaria de su movimiento, imperceptible como el ruido blanco de un televisor sin señal. Incluso el momento del deseo adolescente en ese cuarto, ese lapso entre dos edades y dos comportamientos (“mi juventud dura sólo un día”), es amortiguado.
Entre los diversos niveles de lectura se deslizan breves fogonazos de distantes imágenes de la infancia (“déjame perturbar una vez más el recreo de tu infancia”) que reflejan el deseo de diluir no sólo el paisaje exterior, sino el propio. También la música, otra disciplina artística que controla su autor, late continuamente (“existe esa música/ es lenta y metálica como una gran rueda dentada”) ya sea como representación del paso del tiempo o como referencia vital.
No existe a lo largo de este texto choque entre una voz lógica y una voz irracional, sino que la expresión es simultáneamente real y soñadora, como ocurre en los segundos que preceden al sueño. Su expresión poética no es lineal, sino un variable y errante fluido de brillantes imágenes que nacen unas de otras, produciendo una estructura de cristalización más que una forma preconcebida. En él cohabitan distintos sentimientos en sucesión, sin antagonismo ni enfrentamiento, fluyendo pasivamente para representar el equilibrio lento de la vida rutinaria.
En definitiva, El Incendio Cerise se encuentra en el delicioso terreno intermedio entre centro y barrio, sueño y vigilia, interior y exterior, infancia y madurez, concentración y excentricidad. El incendio no reivindica, no es ruptura, no pelea. Arde independiente. Es la expresión calmada de un espacio que se sabe ambiguo y en crisis. Y por ello cada imagen ha sido exquisitamente ralentizada por una recurrente extrañeza. Antonio Agredano se apoya en el contexto ausente que el lector intenta buscar en las palabras; de lo que resulta un exquisito distanciamiento del mundo que la voz poética no tiene voluntad de remediar. Un proceso que vaga a través del monólogo dramático y la imagen surrealista por la descripción de los ambientes domésticos, el horizonte urbano y una visión del mundo a un tiempo invulnerable al conocimiento humano y susceptible de ser mirado con ojos nuevos, con una sintaxis meditativa, desacelerada y brillante.
27 de septiembre de 2008
Caramelos
16 de septiembre de 2008
Foster Wallace, anexo 2.
David Foster Wallace, Extinción, Barcelona, Mondadori, 2005. Traducción de Javier Calvo.
El primero de los relatos que configuran Extinción es una trampa, un laberinto, una pesadilla, un reto, una gimkana verbal, un concurso de marcas, una selva, un delirio, una prueba de paciencia lectora. Pero al lector que es capaz –parece proponer Wallace- de no desfallecer, de no hastiarse, de no desesperar, de no huir a espacios más aireados, a lugares más tranquilos (que son al mismo tiempo, ya se sabe, más aburridos, y menos productivos); al lector que consiente en aguantar esa especie de broma (que, durante páginas, amenaza con ser infinita y que al final no lo es –ni infinita, ni broma), al que –parece decir Wallace- soporta el embaucamiento, las piruetas, los meandros del sentido, el sinuoso y perverso placer del autor por lanzarle a un abismo de palabras; al que persevera en la esperanza de que el relato se eleve por encima de la frialdad de los datos y de la aparente objetividad de la estadística, se le ofrece la descarnada y al tiempo inevitable imagen de un ser humano angustiado y autoconsciente, anodino y pusilánime, incapaz de mostrarse, replegado en su nada y cobarde. Replegado en su cobardía y nada (más).
Y poco importa si después Wallace enfrenta a los personajes a la vacuidad de un trabajo repetitivo y poco gratificante, al engaño elevado al cubo de la publicidad y sus artimañas, a los deseos de acabar con todo(s), a la toma de conciencia de la fraudulencia de un existir siempre impostado, al reflejo de una identidad no asumida, a la frustración social, al miedo, a la vida adulta, a la soledad, a la desolación. Habla siempre Wallace del mismo personaje: aquel que (sobre)vive inmerso en las falacias de lo que sin asomo de ironía llamaremos el mundo actual. Por eso su prosa –su hipertrofiada prosa puntillosa y rizomática- apuesta por saltar constante y sorpresivamente de la objetiva demoración en los detalles ínfimos, en aquellos que la atención cotidiana desprecia precisamente por cotidianos, a radicales (y aquí el adjetivo no es accesorio) flujos de conciencia que ponen en crisis no solo la perspectiva superdetallista y el hiperrealismo sensorial (un puntillismo que a veces se vuelve, por excesivo, un tanto cargante), sino también los valores personales y colectivos, y la dinámica del propio relato. Una conciencia así, alerta y funcionando, crea voces, permite la mirada del otro, se contradice, evita los desenlaces (los previsibles pero también los imprevisibles) y soluciones, no traza distinciones entre asuntos menores y grandes cuestiones, ahorra diatribas y consejos, desmonta (¿deconstruye?) edificios casi sagrados (el psicoanálisis, la publicidad, la vida adulta). Una conciencia así, alerta y funcionando, aporta en cada relato la oportuna crítica social (que a veces se transmuta en crítica cultural), la implicación emocional justa (estamos hablando de Wallace, no se olvide) y el escaparate de novedades casual wear de lo que viste el sujeto en los tiempos hodiernos.
Nadie escribe hoy como David Foster Wallace. Y no es esta afirmación –sólo- un juicio de valor. Si es cierto que, en ocasiones, el elevado –y elitista- intelectualismo, el marcado distanciamiento irónico, el “datismo” perpetuo (a Wallace siempre la sale el scholar brillante que lleva dentro), la incontinencia verbal, narrativa y argumental, la demoración o escamoteamiento en el desenlace, el humor corrosivo y disciplente, la ausencia de compromiso más allá de lo puramente literario, el interés por lo más actual, etc., todo ello puede provocar que el lector se irrite. Pero ese es también el modo narrativo wallaceano: precisamente todos estos elementos son los que permiten alcanzar un mínimo grado de verosimilitud, de apariencia de verdad en términos de Claudio Guillén, que de otra manera sería difícilmente justificable (no adelantaré nada, pero el arriesgado y escatológico último relato, “El canal del sufrimiento”, es excelente prueba de lo dicho; y también de la fatuidad del arte y sus alrededores).
Tengo para mí que David Foster Wallace es un sentimental. Que todo el material narrativo que van acumulando sus relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su verismo distanciado y sus logos prescindibles, son una excusa para hablar de las personas y de por qué son como son. La enfermedad de sus personajes no es la desorientación, la angustia, el insomnio, los problemas mentales, las tendencias suicidas o asesinas, la incapacidad de amar; la “enfermedad” es tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones tranquilizadoras que no tomen conciencia de su propia existencia. Por eso, más allá de los relatos más exuberantes y brillantes (y esta rima interna no la admitiría ni de lejos Wallace), los más prolíficos y significativos, a mi juicio, son “El alma no es una forja”, “Otro pionero” (un tratadito sobre teoría de los géneros literarios desde un punto de vista antropológico-arquetípico y de una narratología pseudo-proppiana dentro de un relato a tres voces en una situación hiperconvencional) y “El neón de siempre”. En el primero, un niño con déficit de atención reflexiona: “... no sólo que mi atención deambulara ociosamente [...] sino que construía activamente fantasías narrativas lineales y organizadas de forma diferenciada, muchas de las cuales se desplegaban con abundancia de detalles. Eso implicaba que cualquier cosa que resultara destacable por cualquier razón en el paisaje de fuera –como un objeto llamativo de la basura que volara de un cuadrado de la malla a otro, o un autobús que fluyera estólidamente de derecha a izquierda por las tres columnas horizontales más bajas de cuadrados- se convertía en el impulso para imaginar en privado storyboards de dibujos animados o de películas, en los cuales cada uno de los cuadrados restantes de la mall de la ventana podía usarse para desarrollar y profundizar la narración de las viñetas” (p. 94).
Narrar y cómo. He aquí la tarea que nos espera: “Lo que pasa por dentro es simplemente demasiado rápido y enorme y completamente interconectado para que las palabras consigan algo más que apenas esbozar los contornos de cómo mucho una parte diminuta de ello en cualquier momento determinado” (p. 188).
Javier García Rodríguez
Foster Wallace, anexo 1.
Wallace se divierte
Javier García Rodríguez
Revista Turia, Número 84, Noviembre / Febrero 2008
Ninguna lectura me ha exigido más esfuerzo interpretativo que este Hablemos de langostas de David Foster Wallace. Hagan la prueba de tratar de explicarle a su hija de cuatro años quién es el niño que aparece, disfrazado de langosta de plexiglás rojo, en su cubierta; intenten responder a la pregunta de quién ha escrito el libro (“Un señor que no conocemos”, respondí yo, y creo que era cierto); imaginen razones para convencerla de que no se puede pintar en él (o de que sí se puede, quién sabe); pongan en marcha toda su capacidad para contestar a la inocente consulta de qué dice ese libro; responda que es sobre literatura. Después, no se relaje: ella ha preguntado “Qué es literatura”. Llévela al parque.
Literatura es lo que hace Wallace aunque en ocasiones sea agotadora o irritante la superabundancia de desarrollos y de informaciones (la mirada constantemente oblicua, la digresión ingenua, el detalle insignificante hecho nudo). Literatura, aunque la mirada pretendidamente irónica devenga condescendiente. Literatura, porque la digresión ingenua es un hilo más de la maraña narrativa wallaceana. Literatura, porque el detalle no es adorno, sino tesela. Hay una faceta deslenguada y un poco punk en el ensayista David Foster Wallace: es la que le permite escribir crónicas, reportajes, reseñas y sesudos textos académicos transmutado en una mezcla imposible de Chomsky, Bart Simpson y un redactor terrorista del Reader’s Digest. Dadme un asunto y moveré el mundo, parece exclamar el posgrunge narrador y profesor universitario (entre repelente empollón y plasta sabelotodo), que, por lo que parece, ha decidido no renunciar a convertirse en un Pepito Grillo del Medio Oeste pasado por la túrmix de lo trasmoderno/posmoderno y del afterpop pangeico en las playas californianas. Las informaciones y los argumentos van desarrollándose en Hablemos de langostas en el falso objetivismo de la erudición académica (como en “La autoridad y el uso del inglés americano”, donde Wallace despliega toda una batería de tesis, antítesis, análisis, datos, verborrea y jerga universitaria, pero incardinándolo en una narración secundaria –subterránea- de carácter autobiográfico); y también en el reportaje/crónica en el que Wallace es un maestro, como había demostrado en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer: si allí destacaban las andanadas contra Ronald McDonald, los cruceros de lujo y la feria estatal de Illinois, aquí sobresalen el seguimiento de la ceremonia de entrega de los “porno-oscar” (lo que le permite la reflexión acerca de este altermundo y su extravagante y particular concepto del glamour), el recuperado “Arriba, Simba”, un texto que había sido publicado sólo en versión electrónica y que ofrece la personal visión de DFW sobre la fallida campaña electoral del senador John McCain y la inevitable mirada satírica, de humor arrojadizo, sobre una celebración multitudinaria y, a su juicio, inexplicable: la fiesta de la langosta en el estado norteamericano de Maine. El porno, la política, las celebraciones; si yo quisiera simplificar, diría que son el cuerpo y el alma de los Estados Unidos: algo perfecto para USA(r) y tirar.
Junto a estos textos mayores –en extensión y en profundidad-, Wallace incluye, siguiendo el esquema que tan buenos resultados le diera en Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, otros ensayos más breves sobre aspectos menos populares (en Wallace siempre están a la gresca la cultura pop y la “high” cultura, en un intento de conciliación aún inalcanzable), como una penetrante reseña de la novela de Updike “Hacia el final del tiempo” (que le sirve para crear una rutilante y demoledora categoría de los Grandes Narcisistas Americanos: Mailer, Roth, ensimismados y yoístas), otro ensayo sobre la poco previsible posibilidad de que Kafka fuera un humorista, y el demoledor “La vista desde la casa de la señora Thompson”, una carga de profundidad sobre la generación social del miedo –el “Horror”, lo llama Wallace- con el trasfondo de los atentados terroristas.
En realidad, poco importa de qué esté hablando David Foster Wallace: para él, toda manifestación cultural-popular exige una comprensión más allá de su propia evidencia. Y después, claro el lenguaje –el estilo, si se quiere-. Ahí es donde Wallace termina por imponerse a todos: la sintaxis de ida y vuelta, la adjetivación imprevisible, la anotación sorpresiva, los juegos de la inteligencia. Un ejemplo y termino: “...invoca el anonimato capaz de matar el alma de las cadenas de hoteles y la terrible naturaleza idéntica y transitoria de las habitaciones: el omnipresente diseño floral de las colchas, las lámparas múltiples de pocos vatios, los tediosos cuadros atornillados a las paredes, el susurro esquizoide de la ventilación, la triste moqueta de pelo largo, el olor a productos de limpieza alienígenas, los Kleenex que salen del receptáculo de la pared, la llamada despertador automatizada, las cortinas a prueba de luz, las ventanas que no se abren... nunca”. El mundo, parece decir Wallace, es una habitación de hotel donde estamos invitados a estar de paso.
15 de septiembre de 2008
Foster Wallace, rezaré.
Foto de blindbanjodjim.
Lo siento tanto.
Recuerdo esto (estoy en la oficina, en un lunes normal, rodeada de gente normal): Pomona. Una escena de Inland Empire. De hecho, la única escena memorable de Inland. Como esa otra en la cual una mujer busca un bolso en plano accidente de coche. En los grandes desastres la mente humana experimenta la ansiosa necesidad de buscar algo pequeño, intrascendente, sobre lo que enfocar el espacio/tiempo. Una mantita de olor familiar a la que aferrarse. Un bolso, las llaves, una cita de una película. En Inland Empire dos indigentes mantienen una conversación sobre cuál es el autobús a Pomona. Una de ellas se está desangrando. Quiere ir a ver a su hermana. Las palabras son repetidas insistentemente: cuál es el autobús a Pomona. Cuál es. Foster Wallace vivió allí. Murió allí. Foster Wallace citaba siempre a Lynch como influencia. Tal vez fue una cita-respuesta por parte de Lynch. Yo sólo pienso en Pomona. En los paisajes. En el rancho de Kellogg´s. En eso y en que una vez, en un Casa del Libro, un dependiente con perilla se puso muy pesado recomendándome realistas norteamericanos, y yo le apunté Infinite Jest en un papel, deciéndole que ése era el libro que debía leer. Un pequeño chiste privado. Se llama Inland Empire a una zona concreta en sur de California. La vida (la muerte) es una broma infinita.
13 de septiembre de 2008
William Blake no es alemán
Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Could frame thy fearful symmetry?
In what distant deeps or skies 5
Burnt the fire of thine eyes?
On what wings dare he aspire?
What the hand dare seize the fire?
And what shoulder and what art
Could twist the sinews of thy heart? 10
And when thy heart began to beat,
What dread hand and what dread feet?
What the hammer? what the chain?
In what furnace was thy brain?
What the anvil? What dread grasp 15
Dare its deadly terrors clasp?
When the stars threw down their spears,
And water'd heaven with their tears,
Did He smile His work to see?
Did He who made the lamb make thee? 20
Tiger, tiger, burning bright
In the forests of the night,
What immortal hand or eye
Dare frame thy fearful symmetry?
He vuelto a mis clases de pintura. Ayer me llevé este lienzo, que tenía pintado desde hace un año y que siempre he sentido que estaba inacabado. Pensé que a lo insulso de la imagen no le vendría mal un poco de anarquía, un poco de ambigüedad, y se me ocurrió añadir unos versos de Blake por su descripción de visiones fascinantes. De él dijo su mujer: "el señor Blake no me brinda demasiada compañía; pasa gran parte de su tiempo en el Paraíso".
Al final me lo volví a traer a casa porque otro chico de la clase se puso hecho unos zorros, aludiendo a que la tipografía gótica era la utilizada por los nazis. Cierto, pero porque las primeras imprentas, alemanas, usaban estos tipos, creados en su mayoria por judíos en los talleres. Luego continuó con que si el tigre también era un símbolo nazi, a lo que yo balbuceé algo (vaya, qué error el mío, pensé que era el águila). Pero lo más irritante de todo es que intentó convencerme de que Blake era un poeta alemán, no inglés, y este poema era un poema que escondía violencia de primer grado, cruentísimas intenciones, lo que repitió seguidamente hasta que yo pasé del tema y me puse a recoger.
Lo curioso de todo, lo más curioso, es al salir me fijé en qué estaba trabajando él. En su lienzo de 2x1,5 estaba esbozada una modelo de cuerpo entero con una máscara de gas que le cubría la cabeza, y un maletín de ejecutiva en la mano.
Quizá la sobreinterpretación de una cabeza de perro como la de este pobre chico lleva a veces a las conclusiones deseadas, proyectadas por nosotros mismos, ausentes en la obra, en el inocente tigre y el poema para infantes.
9 de septiembre de 2008
Wallace Stevens
One must have a mind of winter
to regard the frost and the boughs
of the pine-trees crusted with snow;
And I have been cold a long time
to behold the junipers shagged with ice,
the spruces rough in the distant glitter
of the January sun; and not to think
of any misery in the sound of wind,
in the sound of a few leaves,
which is the sound of the land
full of the same wind
that is blowing in the same bare place
for the listener who listens in the snow,
and, nothing himself, beholds
nothing that is not here and the nothing that it is.
Uno debe tener una mente de invierno
para contemplar la escarcha y las ramas
de los pinos recubiertas de nieve
Y yo llevo tiempo pasando frío,
mirando la capa de hielo de los enebros
del sol de Enero, sin pensar
en miseria alguna sonando en el viento,
sonando entre unas pocas hojas,
el sonido de la tierra
plena del mismo viento
que sopla siempre sobre este espacio desnudo
para aquel que escucha en la nieve
y, siendo nada él mismo, no contempla
nada que no esté aquí y la nada que sí está.
Este libro me lo regaló Julián Cañizares de su propia biblioteca. Es un libro raro, cuyo barniz de portada se ensucia mucho por la rugosidad del papel, y con algunos poemas en edición bilingüe, pero muchos otros solo en español.
Me gusta mucho este poema, pero la traducción de Heffernan no me satisface, así que he hecho la mía.
Un texto para un día como hoy, fiesta en Madrid, cuando uno tiene el espacio y el tiempo para escuchar la promesa del invierno y observar la nada que está, y la nada ausente.
6 de septiembre de 2008
Hasta que te encuentre, John Irving
L se ha ido a México una semana, a grabar un reportaje de esa madre a cuyo hijo descuartizaron durante su secuestro. L me dejó la compra hecha, las cosas que más me gustan: fideos chinos, natillas de chocolate, lechuga iceberg. Sus padres llaman a menudo a ver si sé algo. Anja regresó de su particular Bildungsroman ibicenco: su compañera de piso la dejó tirada y con dinero de menos, ha estado trabajando en una tienda de ropa y me dice que se ha comprado un vestido precioso, de noche, con faralaes. Su gusto nórdico reluce en la anécdota, siempre le gustan los cortes que marcan las caderas, al bies, los volúmenes y esas cosas pequeñitas que brillan o cuelgan. Ayer pasamos una de las últimas tardes que podremos estar al aire libre, en El Rincón, y un hombre se sentó a nuestra mesa. Primero estuvo callado, luego comenzó a hablar y desde entonces resultó imparable. Finalmente confesó que es diseñador, entre mucha otras cosas. Si hay algo en la vida que deba encender una señal de alarma en tu cerebro, es un comentario como ése. Gente que escribe poesía, gente que hace fotografía, pintura y diseño al mismo tiempo. Individuos que se definen como peluqueros y psicólogos. De seguro no te escucharán. Tal vez un día Anja y yo terminemos igual, sentándonos en los bares con desconocidos y loando el maximalismo y las tintas planas.
Anja quería proponerme algo: marcharnos a vivir a su encantadora casa de Mariehamn, en las islas Äland, en algún punto entre Finlandia y Suecia. Recuerdo la pequeña biblioteca (la historia de una sencilla mujer que acabó el proyecto arquitectónico de su marido) la nieve y mar nórdico, la vez que fuimos a ver a su abuelo a la residencia y él se enfadaba porque quería ir a coger leña, y algo se me encoge al decir que no.
Hoy he pasado el día con C, en el Botánico y el Prado. Los extravagantes cactus gigantes del invernadero, empujando los cristales superiores, me hacen imaginar el desierto mexicano. Con C siempre olvido las reglas y doy una visión de las cosas, que, me doy cuenta, le resultan demasiado crudas. De luz como en esas retratos flamencos, de mujeres austeras con cuellos altos y trenzas enmarcando rostros perfectamente ovalados, severos. Me gusta estar con C, acompañarla a la estación de autobuses. Hablar de las ofertas de Waterhouse, ir al fnac. Reconocer que el mundo editorial sufre el efecto Zara, el efecto Starbucks, también gracias a nosotras. Antes de subirse me dice que está buscando Fascination, y le miro y contesto: ni idea.
Regreso a casa cuando sale la moto del tatuador del portal de al lado. El sonido de ese motor, como vapor levantando la tapa de una caldera, marca siempre las nueve de la noche, y veo las estaciones cambiar, las sombras alargarse, el otoño cerrando la luz. Ahora leo Hasta que te encuentre, de John Irving. Un gran libro, un libro de acogida, casi. 1019 páginas que relatan la búsqueda de una tatuadora, madre soltera, a través de Dinamarca, Suecia o Holanda, del organista que fue su antiguo amor.
Anexo 1
31 de agosto de 2008
William Boyd. Fascination vs. Restless
29 de agosto de 2008
Auster vs. Auster, Carver vs. Carver (+anexos)
(He añadido anexos).
Daniel vigila a Peter Schilling padre. Acaba hablando con él. Se hace pasar por Daniel, Henry Dark y Peter Schilling hijo. Él no se sorprende. Peter Schilling está loco y dibuja TOWER OF BABEL con sus paseos sobre el mapa de Nueva York.
Daniel visita a Paul Auster. Su niño se llama Daniel.
Daniel acaba encerrado a oscuras, regresando a la época en que no sabía hablar. Al paraíso perdido miltoniano.
La última voz del libro no se identifica, y es probable que se trate de Max Work.
Juegos de reflejos.

Mi padre me pregunta por teléfono qué tal escritor es Paul Auster. Debe estar a punto de sacar algo, haciendo promoción, porque antes nunca habíamos hablado de él. Le cuento que me gusta su descripción de Alburquerque en El ilusionista, pero que no he leído nada más. Por la tarde, como ya he terminado mi tarea de leer los libros que ya había en casa, me voy al fnac y me compro lo que me apetece, entre ellos otro Auster. Me sigue quedando en la cabeza el poso del relato de los caballos de Carver. Los dos relatos de los caballos de Carver, quiero decir: Si me necesitas, llámame y Caballos en la niebla.
El primero no se publicó durante su vida, fue encontrado entre los papeles de Carver en la Biblioteca del Estado de Ohio y publicado por su mujer. Habla de un matrimonio que alquila una casa para arreglar su separación. Todo va bien hasta que discuten una noche. A través de la ventana aparece una manada de caballos salvajes. tras una llamada, el sheriff viene a recogerlos. Después de ese momento mágico, todo sigue igual, pero al menos ambos se sienten mejor. La desilusión, pero también el alivio de que ya ha pasado el momento de esforzarse por reparar la situación, o cambiar. Ha pasado el momento de la ilusión negativa, la ansiedad ante las expectativas de ser un esposo o esposa a la altura del modelo.
Caballos en la niebla, es uno de los peores relatos de Carver. Me lo encuentro cuando decido leerme Tres Rosas Amarillas antes de cenar, por cerrar con Carver y porque me había quedado pensando en el relato anterior. Me sorprendo. Un hombre recibe una carta de su mujer diciéndole que le abandona por debajo de la puerta de su despacho. El texto insiste en que él no reconoce su letra. La mujer sale a la calle. Aparecen los caballos en el jardín, y esta parte es similar a Si me necesitas, llámame. Todo está alargado en el texto, y parece recubierto, una falsa superficie.
Quizá Carver se parecía mucho a su primer personaje, quizá prefirió complicarlo. En la edición de Anagrama un texto explica que un tercer relato, similar y diferente, fue publicado en Granta (Londres), nº 68 (invierno de 1999: 9-21).
Diferentes nombres, diferentes ángulos de reflexión, diferentes máscaras.
Anexo 2.
Cuando estudiaba la carrera, en una visita a mi abuelo, éste me prestó Paraíso Perdido. Era una edición horrible, en castellano, del Círculo de Lectores. Unos años después, cuando terminé, fue uno de los libros que elegí para comenzar con esa tesis inacabada sobre El Doble por su explicación de la Caída de hombre, del dualismo Bien/Mal. Lo leí fragmentariamente, varias veces, en su idioma original, en distintas bibliotecas del mundo. Trataba de analizar esa lucha en un mismo personaje (Jekyll and Hyde, El Golem) y sus derivados: Frankestein, Blade Runner, etc. Aunque el tema ha sido elegido por otros muchos en este intervalo, me ha gustado encontrarme con comentarios relativos a todo eso en La Ciudad de Cristal.
La semana pasada, cuando mi padre estaba ingresado, ingresaron también al hermano de mi abuelo. Es ese tipo de hombre mítico del norte que alimentó a sus hijos y hermanos, abrió negocios, tuvo biznietos y cualidades extraordinarias. Sus hijas querían llevarlo ya al campo, su lugar favorito, para que muriera tranquilo. Tomé un café con mi madre en un intercambio de nuestros turnos y le comenté algo sobre ello. Nadie se lo había dicho.
A mi madre, cuyo tío había vivido durante su infancia y adolescencia en casa, compartiendo habitación con su hermano, le mudó la cara. Me contó cómo una vez salvó a un hombre de ahogarse en la playa, y cómo arregló el puente del pueblo. Parecía repentinamente cansada e indefensa. Me miró directamente a los ojos, con tristeza, y me dijo infantilmente: ¿por qué tiene que morir la gente buena?
Yo sólo pude contestar: Bueno, todos tenemos que morir, eso es así.
Ella continuó, como una niña regresada de la época que estaba recordando: No, todos, no. La gente buena no debería morir nunca.
21 de agosto de 2008
Carver, Auster, Junot Díaz.
11 de agosto de 2008
Banana Yoshimoto vs Lulu Wang
Me gustaría saber cocinar, pero no sé. No tengo paciencia y la materia muerta me parece obscena. Ayer en el tren leí un relato breve de Fernández Mallo sobre eso en el dominical. Me resultó extrañamente sincrónico leer eso mientras atravesaba el llano de Albacete, mi tierra natal, las fábricas de harina que hace años mantenían encendidas sus luces toda la noche, semejando una fantasmagórica Nueva York para los viajeros. También leí Kitchen, de Banana Yoshimoto. Es un libro breve que me vino bien. Porque estaba enfadada. Con la sucesión mutante de la vida, continua y sofocante. Irritada contra la enfermedad, el cansancio, el miedo a la muerte o el abandono. La protagonista se desliza entre las fases de la tragedia más cotidiana de cocina en cocina, buscando alquileres, trabajos, amores ridículos. Minúsculos pasos de la vida. Hay algo fascinante en quien cocina con paciencia. Están absortos como si el tiempo no pasara o éste no fuera importante. La gente que trocea lento, que monda, enharina, casi detiene el corazón. Están solos en un distanciamiento gentil, cuidándote sin alterar la distancia, en una especie de amabilidad callada e instintiva. Parecen transparentes, y yo, pequeña hambrienta, necesito aplacar mi agitación compartiendo su pequeño círculo atolondradamente. Banana es un buen nombre para alguien que escribe.
Me gustó la lectura, excepto el fragmento final.
Me dieron ganas de comer tallarines preparados con gambas y jengibre. Hoy, cumpleaños de S, hemos ido al Wagaboo y nos hemos reído de los chinos y de Lulu Wang, como dos niñas japonesas. Sabía bien, y puedo comprender por qué.
Me gustaría saber cocinar algo estos días para Paul Newman. Atún marinado con semillas de sésamo, por ejemplo.
10 de agosto de 2008
Cuatro millones de chinos vs. un verano fatal
9 de agosto de 2008
5 de agosto de 2008
Una casa para el Señor Biswas
V.S. Naipaul, Una casa para el Señor Biswas, Círculo de Lectores, 2001.
En los años en que la teoría de la posmodernidad y los escritos de Baudrillard encandilaban al mundo académico, se buscaban nuevas literaturas a las que aplicar los nuevos puntos de vista descentralizados. La literatura caribeña, como la chicana, pasó a ser un campo de estudio en boga. Recuerdo a John Skinner recitando a Naipaul mientras caía la nieve al otro lado del cristal, en una de las aulas del Departamento de Lengua Inglesa de la Universidad de Turku, Finlandia. Era era una de las primeras nevadas, esa mañana aún había luz. El exotismo tropical de palabras como “mangoes” (mang-goh) o “criollo”( kree-oh-loh), pronunciados por el perfecto acento británico de Skinner, contrastaban con el paisaje monocromo.
Después de muchos años, hace poco me topé con Una Casa para el Señor Biswas en una librería del barrio, una novela que habla de cómo un hombre aspira, durante toda su vida, a encontrar su lugar en Trinidad.
La isla no tiene más que unos 50.000 habitantes, y su lengua oficial es el inglés, aunque también se usa el español. Su población es mitad negra, mitad hindú, como resultado de los esclavos traídos primero y de la mano de obra barata importada después. El Señor Biswas es uno de esos hindúes de segunda generación, un personaje desintegrado y cómicamente torpe en sus intentos por medrar. Como en La Casa en la Calle Mango de Sandra Cisneros, o Ojos azules de Toni Morrison, la marginalidad se expresa de modo espacial en la casa pobre, la chabola nunca acabada, como la representación opuesta al hogar burgués.
Desde su nacimiento, el Señor Biswas ha sido marcado por la superstición de su entorno. Su marginalidad comienza en el hogar paterno y desde ese momento Naipaul nos describe los espacios que se ve obligado a habitar: la chabola donde una familiar de su madre los recoge tras la muerte del padre, la casa enorme pero destartalada de su opresora familia política, su cuarto como peón del campo de los Tulsis, su fracasado proyecto de construcción, etc. Biswas va descubriendo que hasta dentro de una casa aparentemente próspera como los Almacenes Tulsi, donde habitan multitud de hijas, yernos y nietos, también existen fronteras: de miedo, de desconfianza, de vergüenza, que definen las categorías endogrupales. Estas mismas categorías se traducen en las calles: lenguas y culturas contenidas en barrios, guetos y poblaciones que se prolongan hasta la última frontera natural: el mar que sólo los afortunados cruzarán.
Una casa significa autonomía, pero no sirve cualquier acotación de terreno, sino que Biswas necesita la recreación de una casa concreta: la del colonizador. La bella casa con dos plantas y jardín, fresquera y fregadero, escaleras y balaustrada, el locus de una ideología determinada. Un deseo de escapar de Trinidad, pobre y caótica, para engrosar los valores, conceptos e ideas del hegemónico mundo occidental. Pero detrás de la desilusión de ese falso hogar al que nunca se puede llegar, se encuentra una mentira mayor: la de la metrópolis como hogar que recibe con los brazos abiertos.
Dada la maldición de su nacimiento ("este niño no debe acercarse al agua") y sus pobres condiciones físicas, Biswas no puede emplearse en el trabajo físico. Entre una mayoría de desposeídos y sin-nombre cut¡yo capital es su cuerpo, su lucha por sobrevivir como escritor o funcionario resulta ridícula. Su desintegración representa la de su comunidad, formada por grupos étnicos desposeídos de su cultura madre y minorías desarraigadas en una tierra extraña, como semillas exóticas llevadas a continentes inadecuados, como la mangos en medio de la nieve.