6 de septiembre de 2008

Hasta que te encuentre, John Irving



L se ha ido a México una semana, a grabar un reportaje de esa madre a cuyo hijo descuartizaron durante su secuestro. L me dejó la compra hecha, las cosas que más me gustan: fideos chinos, natillas de chocolate, lechuga iceberg. Sus padres llaman a menudo a ver si sé algo. Anja regresó de su particular Bildungsroman ibicenco: su compañera de piso la dejó tirada y con dinero de menos, ha estado trabajando en una tienda de ropa y me dice que se ha comprado un vestido precioso, de noche, con faralaes. Su gusto nórdico reluce en la anécdota, siempre le gustan los cortes que marcan las caderas, al bies, los volúmenes y esas cosas pequeñitas que brillan o cuelgan. Ayer pasamos una de las últimas tardes que podremos estar al aire libre, en El Rincón, y un hombre se sentó a nuestra mesa. Primero estuvo callado, luego comenzó a hablar y desde entonces resultó imparable. Finalmente confesó que es diseñador, entre mucha otras cosas. Si hay algo en la vida que deba encender una señal de alarma en tu cerebro, es un comentario como ése. Gente que escribe poesía, gente que hace fotografía, pintura y diseño al mismo tiempo. Individuos que se definen como peluqueros y psicólogos. De seguro no te escucharán. Tal vez un día Anja y yo terminemos igual, sentándonos en los bares con desconocidos y loando el maximalismo y las tintas planas.
Anja quería proponerme algo: marcharnos a vivir a su encantadora casa de Mariehamn, en las islas Äland, en algún punto entre Finlandia y Suecia. Recuerdo la pequeña biblioteca (la historia de una sencilla mujer que acabó el proyecto arquitectónico de su marido) la nieve y mar nórdico, la vez que fuimos a ver a su abuelo a la residencia y él se enfadaba porque quería ir a coger leña, y algo se me encoge al decir que no.

Hoy he pasado el día con C, en el Botánico y el Prado. Los extravagantes cactus gigantes del invernadero, empujando los cristales superiores, me hacen imaginar el desierto mexicano. Con C siempre olvido las reglas y doy una visión de las cosas, que, me doy cuenta, le resultan demasiado crudas. De luz como en esas retratos flamencos, de mujeres austeras con cuellos altos y trenzas enmarcando rostros perfectamente ovalados, severos. Me gusta estar con C, acompañarla a la estación de autobuses. Hablar de las ofertas de Waterhouse, ir al fnac. Reconocer que el mundo editorial sufre el efecto Zara, el efecto Starbucks, también gracias a nosotras. Antes de subirse me dice que está buscando Fascination, y le miro y contesto: ni idea.

Regreso a casa cuando sale la moto del tatuador del portal de al lado. El sonido de ese motor, como vapor levantando la tapa de una caldera, marca siempre las nueve de la noche, y veo las estaciones cambiar, las sombras alargarse, el otoño cerrando la luz. Ahora leo Hasta que te encuentre, de John Irving. Un gran libro, un libro de acogida, casi. 1019 páginas que relatan la búsqueda de una tatuadora, madre soltera, a través de Dinamarca, Suecia o Holanda, del organista que fue su antiguo amor.

Anexo 1


Mi primer tatuaje. El único. Es una rosa enorme en la cadera. Nos lo hicimos en Aurora, un suburbio de Naperville. Nos llevó una amiga de Rubén Rojo, el mexicano, en un 4x4 con las ventanillas de plástico, la noche antes de que el grupo de alumnos de intercambio del instituto nº2 de Albacete regresáramos a España. Yo llevaba lo que se llama flash, el dibujo. Creo que lo guardé muchísimos años (hablamos del 94), con sus manchas diminutas de sangre y tinta, hasta que tiré absolutamente todo lo del cuarto que tenía en casa de mis padres. Hasta que te encuentre me hace visualizar aquello, y he aprendido que aquel dibujo, una reproducción a plumilla en negro de la rosa de Dalí, no es más que un tatuaje estándar, una rosa de Jericó, que camufla algo más. Me gusta el libro. Me gustan los pasajes de cotidianeidad en los talleres de tatuaje de toda Europa, el trayecto vagabundo por los países nórdicos, y la descripción por parte del niño bastardo, Jack, de sus profesoras severas como relamidos retratos flamencos.

Me hacen recordar el dolor, la lluvia leve, y que sonaba el Ten en vinilo. A veces, cuando oigo la moto del vecino del taller de abajo, me planteo entrar allí y pedirle que arregle un poco la tinta decolorida y la deformidad de los trazados. Yo era entonces muy joven y el tatuaje ha crecido dentro de mí, extendiéndose bajo la piel, creciendo borroso. En otras ocasiones pienso en borrarlo. Pero casi siempre pienso que es mejor, simplemente, abandonarlo.

Anexo 2

Después de todo este tiempo, este año recibí un mail de Rubén Rojo. Me decía que me había escuchado casualmente en la radio. Nuestra amistad, surgida mientras él servía la comida en un hotel, se convirtió en una amistad heredable, dado que (por lo que oí) año tras año fue conociendo a los nuevos chicos que iban de intercambio al instituto de Naperville, Chicago. En uno de esos viajes debió conocer a una de las alumnas, y finalmente se casó con ella, así que cruzó el charco y ahora vive en un pueblo de Albacete, con sus hijos. C me dijo que lo había visto trabajando en uno de los talleres de coches de allí una vez, pero que apenas recordaba ya aquel viaje y pensó que se equivocaba.

Yo recuerdo que una vez fuimos a una tienda de discos del Moll, y me regaló la cinta de Siamese Dream.
Un día me gustaría ir a su casa, comer con todos ellos, cerrar el círculo.

2 comentarios:

raúl quinto dijo...

Tatuarse una rosa trae riesgos, puede ser que las noches de humedad y borrasca crezcan sus espinas piel adentro y sangres un leve dolor, único, perfecto, que te recuerde lo lejos que siempre está el pasado. Ten cuidado.

eme dijo...

el pasado nunca queda demasiado lejos.
tendré cuidado, un abrazo.

 
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