31 de octubre de 2008

Empire Falls, Richard Russo


La noche de mi cumpleaños no podía dormir. Me fui al salón con el paquete de cigarrillos. Buenafuente había acabado. Los anuncios de contactos eran verdaderos cortos de porno. La china de la esquina no había salido esta vez a vender cerveza, toda raza tiene su límite ante la climatología. Cambiando de canal vi a Ed Harris. Era el encargado de un grill en una pequeña ciudad americana. Paul Newman era su padre. No recordaba bien las imágenes, pero sí los personajes, las situaciones. Empire Falls. Mi imaginación había dado un tono tan parecido a las caras y los espacios descritos en el libro de Richard Russo que todo resultaba extrañamente familiar. Aunque una novela sólo puede representar simbólicamente y una película cuenta con toda una interacción de códigos (ejecutorios), eran muy afines. En realidad se trataba de una serie de la HBO que Telemadrid estaba emitiendo, capítulo tras capítulo y sin pausas. Miles, interpretado por Ed Harris, es un personaje inventado como vehículo de una idea, una personificación del hombre ordinario. Atrapado por una población de tamaño medio donde todo es usual y mediocre, como si el río (símbolo del recorrido vital) limitase su carácter. Miles es la edad madura, la prudencia que te impide violar la sobriedad social, el curso corriente de una vida: escuela, instituto, trabajo, matrimonio, hijos, divorcio. Miles, cuyas palabras, apariencia, acciones y expresión facial son significantes de buena voluntad y amabilidad natural, sirve para destacar la situación del conformista (del perdedor social) en la comunidad. Me quedé viendo hasta el capítulo 4, creo, y me acosté con los pulmones llenos de humo y la sensación de que nunca (ni en la América profunda ni en La Mancha más árida) dejaremos de ser castigados por nuestras transgresiones menores, de ser el relleno de un sándwich entre las típicas pasiones vitales y la angustia de la presión social. Así es la vida. Y así nacen, y así decaen, los imperios.


10 de octubre de 2008

¿Fucsia, Rojo o Magenta?



El Incendio Cerise
Antonio Agredano
Plurabelle, Córdoba, 2007, 62 p.

Antonio Agredano nació en 1980. Sus poemas han aparecido en la antología Inéditos (Huerga y Fierro Editores, 2002), de Ignacio Elguero, y en Andalucía poesía joven (Plurabelle, 2004) de Guillermo Ruiz Villagordo. Es miembro del grupo musical Deneuve. Nació en Córdoba. Vive en Córdoba. Y según sus propias palabras, es de barrio.
El Incendio Cerise comienza con una voz dramática que se lamenta al recordar “cuando la ciudad tenía límites precisos”. El resto del texto, ordenado por criterios que traspasan la disposición gráfica pero se ven influidos por ésta, parece describir acumulativamente una ausencia a través del paisaje. Sus sucesivas imágenes exploran los elementos del vacío emocional representados por el entorno físico: el atardecer aburrido desde la terraza de una casa de barrio, la herida luminosa más allá.
Tal como apuntaban las citadas antologías, la poesía parece haberse desplazado hacia ámbitos estética y geográficamente alejados del centro. En este principio de siglo en el que no dominan grupos generacionales ni corrientes estéticas, si no más bien tendencias híbridas procedentes de diversos medios, la única tendencia definitoria parece ser lo extrínseco: Las Afueras, la periferia, el barrio.
Así, El Incendio Cerise describe un intervalo de tiempo de aquel que observa desde los interiores, el cuarto, hacia el exterior. La identidad de la persona va definiéndose a través de la propia extinción (en el amor, en el tedio) en la intersección de esos dos espacios mutuamente contaminados “un fantasma de sombra descansa en el espacio/ que separa lo visto de lo habitado”.
A través del monólogo dramático, se barajan paralelas visiones de lo interno/externo: la anatomía humana superpuesta al aletargado movimiento de automóviles, excavadoras y tráfico en las calles. A una serie de objetos que finalmente aparentan inmovilidad debido a la continuidad rutinaria de su movimiento, imperceptible como el ruido blanco de un televisor sin señal. Incluso el momento del deseo adolescente en ese cuarto, ese lapso entre dos edades y dos comportamientos (“mi juventud dura sólo un día”), es amortiguado.
Entre los diversos niveles de lectura se deslizan breves fogonazos de distantes imágenes de la infancia (“déjame perturbar una vez más el recreo de tu infancia”) que reflejan el deseo de diluir no sólo el paisaje exterior, sino el propio. También la música, otra disciplina artística que controla su autor, late continuamente (“existe esa música/ es lenta y metálica como una gran rueda dentada”) ya sea como representación del paso del tiempo o como referencia vital.
No existe a lo largo de este texto choque entre una voz lógica y una voz irracional, sino que la expresión es simultáneamente real y soñadora, como ocurre en los segundos que preceden al sueño. Su expresión poética no es lineal, sino un variable y errante fluido de brillantes imágenes que nacen unas de otras, produciendo una estructura de cristalización más que una forma preconcebida. En él cohabitan distintos sentimientos en sucesión, sin antagonismo ni enfrentamiento, fluyendo pasivamente para representar el equilibrio lento de la vida rutinaria.

En definitiva, El Incendio Cerise se encuentra en el delicioso terreno intermedio entre centro y barrio, sueño y vigilia, interior y exterior, infancia y madurez, concentración y excentricidad. El incendio no reivindica, no es ruptura, no pelea. Arde independiente. Es la expresión calmada de un espacio que se sabe ambiguo y en crisis. Y por ello cada imagen ha sido exquisitamente ralentizada por una recurrente extrañeza. Antonio Agredano se apoya en el contexto ausente que el lector intenta buscar en las palabras; de lo que resulta un exquisito distanciamiento del mundo que la voz poética no tiene voluntad de remediar. Un proceso que vaga a través del monólogo dramático y la imagen surrealista por la descripción de los ambientes domésticos, el horizonte urbano y una visión del mundo a un tiempo invulnerable al conocimiento humano y susceptible de ser mirado con ojos nuevos, con una sintaxis meditativa, desacelerada y brillante.

 
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