(Javier me envía este artículo y yo me siento muy honrada de compartirlo por este medio con el mundo).
Javier García Rodríguez
Mientras Bilbao se prepara para abrir sus puertas al Festival Internacional de las Letras Gutun Zuria (Carta Blanca), dedicado este año al tema central de “Secretos y mentiras” y con Estados Unidos como país invitado (Gibson, Palahniuk, Javier Calvo, Rodrigo Fresán entre los autores y traductores), el jurado del Premio Pulitzer decide dejar desierta la modalidad de “Fiction” (que es la forma de llamar a la narrativa de ficción: novela y relato). La última vez que esto sucedió (en 1977), el protagonista fue el desconocido Norman Maclean, a quien el jurado otorgó el galardón pero a quien se lo retiró la Universidad de Columbia (entidad convocante desde 1917) por considerar que la novela vencedora, El río de la vida, carecía del nivel suficiente. El ignoto profesor universitario y crítico literario Norman Maclean (Clarinda, Iowa, 1902) -miembro de la oscura Escuela de Chicago o de los Neoaristotélicos, estudiada solo por aún más oscuros historiadores de la crítica- ha dejado, es cierto, para la posteridad una novela semiautobiográfica con pesca y montañas, con ríos y educación, con vida intelectual y autodestrucción meditada, con una versión de la parábola del hijo pródigo trasladada a los agrestes paisajes de Montana. Carne de filme, la dirigió Robert Redford en 1992 con Craig Sheffer y Brad Pitt como hermanos agonistas (Pitt, claro, en el papel del rebelde sin pausa).
Reincide ahora el jurado del Pulitzer en su decisión de declarar desierto el premio. Pero de Clarinda, Iowa, a Claremont, California, hay una distancia. La que va de Norman Maclean a David Foster Wallace, a quien todas las quinielas para esta champions league de los escritores (allí se dice soccer, ya se sabe) daban como virtual ganador con su novela El rey pálido (también estaban en la eterna final Denis Johnson y Karen Rusell). Dos profesores, dos scholars. El río de la vida, el río de la muerte. Wallace dejó cientos de páginas de una novela inacabada, con capítulos cerrados, fragmentos inconexos, textos sin pulir, versiones múltiples, correcciones y metacorrecciones, anotaciones profusas, ideas sueltas, diálogos exentos, desarrollos por ultimar. La estructura final (¿?) es resultado de la labor de su editor Michael Pietsch, que se ha encargado de esta dispositio imposible y vana. La obra literaria como proceso inacabado. El resultado convertido en work in progress. El autor reducido a una instancia exterior. Es cierto que Wallace no ha escrito esta novela, que solo en una ocasión el premio se ha entregado a título póstumo (a John Kennedy Toole, en 1981, por La conjura de los necios), que tal vez El rey pálido no sea la mejor de sus obras de ficción. Pero no es menos cierto que, con todo lo que se diga, David Foster Wallace parece ser siempre el enemigo, el otro, el intruso. Nunca será “the great American novelist”, como su amigo Jonathan; Harold Bloom dice en una entrevista que Stephen King es Cervantes al lado de David Foster Wallace; también hay muchos haroldbloomes en España, de eso no hay duda, que se cobran en Wallace las deudas con autores más cercanos (scapegoat del midwest, señor blandito, que sufra, dicen, por el canal del sufrimiento).
En Bilbao se discute estos días sobre “Secretos y mentiras” en la literatura de los Estados Unidos. Mientras, en Columbia, un jurado ejecuta la broma infinita. Le mandan un inspector a David Foster Wallace, sujeto pasivo. Le revisan las cuentas porque ha defraudado a la hacienda pública. Ponen el canon a buen recaudo sin desgravaciones. Lo dicho: del río de la vida a la conjura de los necios.
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