(Os transmito un segundo artículo que Javier me ha hecho llegar.)
Narrar y cómo
Javier García Rodríguez
David Foster Wallace, Extinción, Barcelona, Mondadori, 2005. Traducción de Javier Calvo.
El primero de los relatos que configuran Extinción es una trampa, un laberinto, una pesadilla, un reto, una gimkana verbal, un concurso de marcas, una selva, un delirio, una prueba de paciencia lectora. Pero al lector que es capaz –parece proponer Wallace- de no desfallecer, de no hastiarse, de no desesperar, de no huir a espacios más aireados, a lugares más tranquilos (que son al mismo tiempo, ya se sabe, más aburridos, y menos productivos); al lector que consiente en aguantar esa especie de broma (que, durante páginas, amenaza con ser infinita y que al final no lo es –ni infinita, ni broma), al que –parece decir Wallace- soporta el embaucamiento, las piruetas, los meandros del sentido, el sinuoso y perverso placer del autor por lanzarle a un abismo de palabras; al que persevera en la esperanza de que el relato se eleve por encima de la frialdad de los datos y de la aparente objetividad de la estadística, se le ofrece la descarnada y al tiempo inevitable imagen de un ser humano angustiado y autoconsciente, anodino y pusilánime, incapaz de mostrarse, replegado en su nada y cobarde. Replegado en su cobardía y nada (más).
Y poco importa si después Wallace enfrenta a los personajes a la vacuidad de un trabajo repetitivo y poco gratificante, al engaño elevado al cubo de la publicidad y sus artimañas, a los deseos de acabar con todo(s), a la toma de conciencia de la fraudulencia de un existir siempre impostado, al reflejo de una identidad no asumida, a la frustración social, al miedo, a la vida adulta, a la soledad, a la desolación. Habla siempre Wallace del mismo personaje: aquel que (sobre)vive inmerso en las falacias de lo que sin asomo de ironía llamaremos el mundo actual. Por eso su prosa –su hipertrofiada prosa puntillosa y rizomática- apuesta por saltar constante y sorpresivamente de la objetiva demoración en los detalles ínfimos, en aquellos que la atención cotidiana desprecia precisamente por cotidianos, a radicales (y aquí el adjetivo no es accesorio) flujos de conciencia que ponen en crisis no solo la perspectiva superdetallista y el hiperrealismo sensorial (un puntillismo que a veces se vuelve, por excesivo, un tanto cargante), sino también los valores personales y colectivos, y la dinámica del propio relato. Una conciencia así, alerta y funcionando, crea voces, permite la mirada del otro, se contradice, evita los desenlaces (los previsibles pero también los imprevisibles) y soluciones, no traza distinciones entre asuntos menores y grandes cuestiones, ahorra diatribas y consejos, desmonta (¿deconstruye?) edificios casi sagrados (el psicoanálisis, la publicidad, la vida adulta). Una conciencia así, alerta y funcionando, aporta en cada relato la oportuna crítica social (que a veces se transmuta en crítica cultural), la implicación emocional justa (estamos hablando de Wallace, no se olvide) y el escaparate de novedades casual wear de lo que viste el sujeto en los tiempos hodiernos.
Nadie escribe hoy como David Foster Wallace. Y no es esta afirmación –sólo- un juicio de valor. Si es cierto que, en ocasiones, el elevado –y elitista- intelectualismo, el marcado distanciamiento irónico, el “datismo” perpetuo (a Wallace siempre la sale el scholar brillante que lleva dentro), la incontinencia verbal, narrativa y argumental, la demoración o escamoteamiento en el desenlace, el humor corrosivo y disciplente, la ausencia de compromiso más allá de lo puramente literario, el interés por lo más actual, etc., todo ello puede provocar que el lector se irrite. Pero ese es también el modo narrativo wallaceano: precisamente todos estos elementos son los que permiten alcanzar un mínimo grado de verosimilitud, de apariencia de verdad en términos de Claudio Guillén, que de otra manera sería difícilmente justificable (no adelantaré nada, pero el arriesgado y escatológico último relato, “El canal del sufrimiento”, es excelente prueba de lo dicho; y también de la fatuidad del arte y sus alrededores).
Tengo para mí que David Foster Wallace es un sentimental. Que todo el material narrativo que van acumulando sus relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su verismo distanciado y sus logos prescindibles, son una excusa para hablar de las personas y de por qué son como son. La enfermedad de sus personajes no es la desorientación, la angustia, el insomnio, los problemas mentales, las tendencias suicidas o asesinas, la incapacidad de amar; la “enfermedad” es tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones tranquilizadoras que no tomen conciencia de su propia existencia. Por eso, más allá de los relatos más exuberantes y brillantes (y esta rima interna no la admitiría ni de lejos Wallace), los más prolíficos y significativos, a mi juicio, son “El alma no es una forja”, “Otro pionero” (un tratadito sobre teoría de los géneros literarios desde un punto de vista antropológico-arquetípico y de una narratología pseudo-proppiana dentro de un relato a tres voces en una situación hiperconvencional) y “El neón de siempre”. En el primero, un niño con déficit de atención reflexiona: “... no sólo que mi atención deambulara ociosamente [...] sino que construía activamente fantasías narrativas lineales y organizadas de forma diferenciada, muchas de las cuales se desplegaban con abundancia de detalles. Eso implicaba que cualquier cosa que resultara destacable por cualquier razón en el paisaje de fuera –como un objeto llamativo de la basura que volara de un cuadrado de la malla a otro, o un autobús que fluyera estólidamente de derecha a izquierda por las tres columnas horizontales más bajas de cuadrados- se convertía en el impulso para imaginar en privado storyboards de dibujos animados o de películas, en los cuales cada uno de los cuadrados restantes de la mall de la ventana podía usarse para desarrollar y profundizar la narración de las viñetas” (p. 94).
Narrar y cómo. He aquí la tarea que nos espera: “Lo que pasa por dentro es simplemente demasiado rápido y enorme y completamente interconectado para que las palabras consigan algo más que apenas esbozar los contornos de cómo mucho una parte diminuta de ello en cualquier momento determinado” (p. 188).
Javier García Rodríguez
David Foster Wallace, Extinción, Barcelona, Mondadori, 2005. Traducción de Javier Calvo.
El primero de los relatos que configuran Extinción es una trampa, un laberinto, una pesadilla, un reto, una gimkana verbal, un concurso de marcas, una selva, un delirio, una prueba de paciencia lectora. Pero al lector que es capaz –parece proponer Wallace- de no desfallecer, de no hastiarse, de no desesperar, de no huir a espacios más aireados, a lugares más tranquilos (que son al mismo tiempo, ya se sabe, más aburridos, y menos productivos); al lector que consiente en aguantar esa especie de broma (que, durante páginas, amenaza con ser infinita y que al final no lo es –ni infinita, ni broma), al que –parece decir Wallace- soporta el embaucamiento, las piruetas, los meandros del sentido, el sinuoso y perverso placer del autor por lanzarle a un abismo de palabras; al que persevera en la esperanza de que el relato se eleve por encima de la frialdad de los datos y de la aparente objetividad de la estadística, se le ofrece la descarnada y al tiempo inevitable imagen de un ser humano angustiado y autoconsciente, anodino y pusilánime, incapaz de mostrarse, replegado en su nada y cobarde. Replegado en su cobardía y nada (más).
Y poco importa si después Wallace enfrenta a los personajes a la vacuidad de un trabajo repetitivo y poco gratificante, al engaño elevado al cubo de la publicidad y sus artimañas, a los deseos de acabar con todo(s), a la toma de conciencia de la fraudulencia de un existir siempre impostado, al reflejo de una identidad no asumida, a la frustración social, al miedo, a la vida adulta, a la soledad, a la desolación. Habla siempre Wallace del mismo personaje: aquel que (sobre)vive inmerso en las falacias de lo que sin asomo de ironía llamaremos el mundo actual. Por eso su prosa –su hipertrofiada prosa puntillosa y rizomática- apuesta por saltar constante y sorpresivamente de la objetiva demoración en los detalles ínfimos, en aquellos que la atención cotidiana desprecia precisamente por cotidianos, a radicales (y aquí el adjetivo no es accesorio) flujos de conciencia que ponen en crisis no solo la perspectiva superdetallista y el hiperrealismo sensorial (un puntillismo que a veces se vuelve, por excesivo, un tanto cargante), sino también los valores personales y colectivos, y la dinámica del propio relato. Una conciencia así, alerta y funcionando, crea voces, permite la mirada del otro, se contradice, evita los desenlaces (los previsibles pero también los imprevisibles) y soluciones, no traza distinciones entre asuntos menores y grandes cuestiones, ahorra diatribas y consejos, desmonta (¿deconstruye?) edificios casi sagrados (el psicoanálisis, la publicidad, la vida adulta). Una conciencia así, alerta y funcionando, aporta en cada relato la oportuna crítica social (que a veces se transmuta en crítica cultural), la implicación emocional justa (estamos hablando de Wallace, no se olvide) y el escaparate de novedades casual wear de lo que viste el sujeto en los tiempos hodiernos.
Nadie escribe hoy como David Foster Wallace. Y no es esta afirmación –sólo- un juicio de valor. Si es cierto que, en ocasiones, el elevado –y elitista- intelectualismo, el marcado distanciamiento irónico, el “datismo” perpetuo (a Wallace siempre la sale el scholar brillante que lleva dentro), la incontinencia verbal, narrativa y argumental, la demoración o escamoteamiento en el desenlace, el humor corrosivo y disciplente, la ausencia de compromiso más allá de lo puramente literario, el interés por lo más actual, etc., todo ello puede provocar que el lector se irrite. Pero ese es también el modo narrativo wallaceano: precisamente todos estos elementos son los que permiten alcanzar un mínimo grado de verosimilitud, de apariencia de verdad en términos de Claudio Guillén, que de otra manera sería difícilmente justificable (no adelantaré nada, pero el arriesgado y escatológico último relato, “El canal del sufrimiento”, es excelente prueba de lo dicho; y también de la fatuidad del arte y sus alrededores).
Tengo para mí que David Foster Wallace es un sentimental. Que todo el material narrativo que van acumulando sus relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su verismo distanciado y sus logos prescindibles, son una excusa para hablar de las personas y de por qué son como son. La enfermedad de sus personajes no es la desorientación, la angustia, el insomnio, los problemas mentales, las tendencias suicidas o asesinas, la incapacidad de amar; la “enfermedad” es tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones tranquilizadoras que no tomen conciencia de su propia existencia. Por eso, más allá de los relatos más exuberantes y brillantes (y esta rima interna no la admitiría ni de lejos Wallace), los más prolíficos y significativos, a mi juicio, son “El alma no es una forja”, “Otro pionero” (un tratadito sobre teoría de los géneros literarios desde un punto de vista antropológico-arquetípico y de una narratología pseudo-proppiana dentro de un relato a tres voces en una situación hiperconvencional) y “El neón de siempre”. En el primero, un niño con déficit de atención reflexiona: “... no sólo que mi atención deambulara ociosamente [...] sino que construía activamente fantasías narrativas lineales y organizadas de forma diferenciada, muchas de las cuales se desplegaban con abundancia de detalles. Eso implicaba que cualquier cosa que resultara destacable por cualquier razón en el paisaje de fuera –como un objeto llamativo de la basura que volara de un cuadrado de la malla a otro, o un autobús que fluyera estólidamente de derecha a izquierda por las tres columnas horizontales más bajas de cuadrados- se convertía en el impulso para imaginar en privado storyboards de dibujos animados o de películas, en los cuales cada uno de los cuadrados restantes de la mall de la ventana podía usarse para desarrollar y profundizar la narración de las viñetas” (p. 94).
Narrar y cómo. He aquí la tarea que nos espera: “Lo que pasa por dentro es simplemente demasiado rápido y enorme y completamente interconectado para que las palabras consigan algo más que apenas esbozar los contornos de cómo mucho una parte diminuta de ello en cualquier momento determinado” (p. 188).
Javier García Rodríguez
5 comentarios:
¿Cuándo se publica tu novela? La he buscado, y nada.
¿la de superwoobinda o la de Javier?
La de Mercedes. Este es su blog, ¿no?
bueno, ha llegado el momento de hablr de ello, supongo. la próxima entrada os daré las explicaciones, hasta donde yo sé.
esperamos esas noticias
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